sábado, 19 de marzo de 2011

relatos cortos

LA ENCRUCIJADA
            Una mañana calurosa de primavera estaba Sandra en una terracita del Paseo Marítimo de Cádiz, junto a la Playa de la Victoria. Se encontraba charlando con un joven de unos veinticinco años llamado Alberto. En dicha terracita, había varias mesas con sombrillas desplegadas ya que ese día había amanecido bastante soleado. Las mesas no estaban totalmente ocupadas, así que el ambiente era muy tranquilo.
            De repente, se acercó un camarero hacia ellos, parecía de origen suramericano aunque Sandra se quedó observándole, tratando de adivinar de qué país del otro lado del charco podía ser.
-¡Buenos días, señores! ¿Qué desean tomar?
            Sandra, una atractiva morena de mediana edad, en torno a los cuarenta y cinco años, le respondió:
-Me gustaría un té con leche y un donut, por favor.
-¿Y usted caballero?
            Alberto, de pelo rojizo, tez muy blanca y silueta atlética le contestó que le gustaría que le trajese un zumo de naranja recién exprimido y un sandwich mixto. Cuando el camarero hubo anotado la comanda, le preguntó a la señora:
-¿Quiere que me lleve la silla que sobra? Había una tercera silla vacía.
-¡No, gracias! Estamos esperando a otra persona.
-¡De acuerdo! Entonces la dejaré en su sitio.
-¿Estamos esperando a otra persona? Preguntó Alberto.
-¡No lo sabía! Pensé que este momento era sólo nuestro… ¿Quién va a venir?
-¡Es una sorpresa! Respondió ella.
            Sandra  y Alberto eran pareja, aún más, eran amantes. Se conocieron hacía cuatro meses en un curso de música en el que aprendieron a tocar el piano y la flauta, además de perfeccionar su lenguaje musical. Ese día, esta atractiva morena llegó a la academia antes que el resto de los alumnos. Entró a la clase después de haber dialogado con el profesor y de haberse presentado. Se sentó en uno de los últimos asientos. Al rato entró un joven pelirrojillo muy guapo. Sandra se percató de que el chico se le había quedado mirando y fue entonces cuando ella lo saludó con un cálido ¡buenos días! Él le contestó y así fue cómo se conocieron, iniciando una conversación muy típica del tipo:
-¡Hola soy Alberto! ¡Y yo Sandra! El resto, preguntas tontas, cuestiones más profundas, miradas de atracción…
            El camarero regresó con su bandeja llena de todas las cosas que se habían pedido. Una vez que se hubo alejado, Alberto prosiguió preguntándole a su enamorada que cuál era la sorpresa.
-¡Haz de tener paciencia!
            Mientras tanto, la mente de Sandra divagaba. Su vida junto a su marido Fernando había sido un auténtico tormento. Era un hombre muy machista y celoso. Afortunadamente no habían tenido hijos. Eso lo hacía todo más fácil. O quizá no…Su cabeza estaba llena de dudas. Después de conocer a Alberto, la inmensa soledad que sentía en su ser, a pesar de vivir con Fernando, había desaparecido por completo. Sí es cierto que al principio le costó poder aceptar esos sentimientos y la salvaje atracción que se había iniciado en ella como si de una gran tormenta se tratara. Sabía que ese joven podía ser perfectamente su hijo. Que quizá él podría acercársele por otro tipo de interés que no fuese amor. Por otra parte, también estaba el qué dirá de la gente, lo que pensaría su esposo, su familia y sus amigos. Está mal visto que una mujer madura tenga como pareja a un hombre mucho más joven que ella. Estamos en una sociedad bastante machista porque cuando se da lo contrario, es decir, una relación entre un hombre mayor y una jovencita no hay tantos prejuicios. Ahí quedaba además, la cuestión de su físico: sus kilitos de más, sus arrugas… ¿Por qué un chico tan apuesto y joven como él se había fijado en ella? Una mujer madura, casada y con una vida complicada. Le costó poder vencer esa lucha interna, ganarle la partida a sus complejos, sus dudas, al qué dirán. Todo ello significaba llenarse de valentía y romper con su pasado. Pero, ¿cómo se lo plantearía a su marido? Eso era lo más difícil, él que era tan posesivo. Sandra había sufrido muchísimo con su esposo exceptuando el tiempo de noviazgo y quizá algo más de su vida de recién casados; pero hasta ahí. A partir de entonces se fueron distanciando los besos, las caricias, las rosas, los regalos de aniversario, cumpleaños, Reyes Magos, etc., hasta desaparecer definitivamente. Desde ese momento se inició una guerra de reproches, de ira reprimida y eternos desencantos. ¿Cómo era posible que la persona de la cual se había enamorado hasta las trancas hubiera cambiado tanto?
            Sandra recordaba con inmenso dolor las veces que Fernando le decía que no tocase la flauta puesto que era demasiado vieja para hacerlo. O cuando por ejemplo, él le decía que era una analfabeta por ver una novela en la tele. Una cosa tras otra y así la amargura se fue instalando en el corazón de esta bella y solitaria mujer. No es de extrañar que cuando Alberto en un arranque de sinceridad se le declarase, ella sin dudar en lo más mínimo, le aceptase. Quería cambiar de vida. No deseaba seguir sintiéndose tan sola, tan mal por dentro. Necesitaba volver a sentir un amor que le llenase el vacío existencial que hacía tiempo se había apoderado de ella.
            Sandra pensaba y pensaba: no podría darle hijos a Alberto. ¿Qué sería de ellos cuando ella estuviese aún más vieja y enferma? No quería ser una carga y veía que era injusto para él. Alberto resultó ser una gran persona, ¡Qué suerte! A él no le importaba ni la edad de Sandra ni sus kilos de más, ni siquiera sus arrugas. Si no podían tener hijos, también existía la adopción y si no, tampoco pasaba nada.
            Divagando, pensando… Así estaba Sandra cuando de repente, apareció un hombre de unos cincuenta años, alto, de pelo canoso y algo subidito de peso. Era Fernando, su marido. Ella le hizo señas con su mano para que él se acercara a la mesa en la que estaba con Alberto. La cara del chico era todo un poema. Se quedó pálido a más no poder en cuanto se dio cuenta de la sorpresa famosa que su enamorada le había regalado. Fernando los saludó sorprendido y casi helado. Poco a poco sus celos se fueron asomando al ver a su esposa con un joven muy apuesto.
-¡Buenos días! Dijo Fernando.
-¡Buenos días! Respondió Alberto.
            El camarero al darse cuenta que había llegado la tercera persona, el ocupante de la silla vacía, se acercó para preguntarle qué deseaba tomar. Sandra respondió por él y le pidió que le trajese una tila. Fernando al oírla, se quedó callado y comenzó a contagiarse de la palidez de Alberto. Al rato, el camarero regresó con la tila y volvió a alejarse. Fue en ese instante cuando su marido se armó de valor y le preguntó a su esposa qué era lo que ocurría. Ella, en un arranque de absoluta sinceridad y rozando la locura le contestó:
-¡Tú sabes lo que ocurre! Hace tiempo que intuyes que algo está pasando.
            Fernando ahora no estaba pálido. Su cara estaba más y más roja como si estuviera a punto de estallar.
-Les he citado a los dos para decirles que a partir de hoy voy a ser Sandra Martínez y que no seré más un pelele que maneje nadie a su antojo. Voy a retomar las riendas de mi vida y sí, quizá me esté equivocando en el modo de hacerlo, pero esta es mi decisión: Fernando, te dejo. ¡Quiero el divorcio!. Deseo salir para siempre del infierno en el que no sólo tú me has metido sino en el que yo he permitido entrar. Como bien podrás intuir, porque tonto no eres, estoy enamorada de este chico, mejor, de este hombre que me ha dado en sólo cuatro meses lo que tú nunca has sabido ofrecerme en veinte años de casados. Me ha llenado de amor, de caricias, de besos, de detalles mágicos… Ha entrado en mi vida llenándola de alegría, de luz y lo que es más importante, de respeto.
            La reacción de Fernando fue totalmente inesperada. Se quedó callado, se levantó de su silla, miró a ambos y comenzó a reírse con estruendosas y diabólicas carcajadas. Sandra y Alberto se miraron atónitos y fue entonces cuando Fernando se dio la vuelta y se alejó. Alberto no podía articular palabra, estaba helado. Ella, al ver su cara le dijo:
-Siento mucho haberte hecho pasar por este mal rato. Pero era la única manera de decírselo porque si lo hago a solas en mi casa no sé que hubiera hecho conmigo. Temo mucho su respuesta porque es muy agresivo. No quiero ni pensar cuáles serán las consecuencias a partir de ahora.
            Alberto, como no podía articular palabra, se acercó a ella y la abrazó. Fue entonces cuando Sandra entendió que Alberto realmente la amaba.
-A partir de este momento, continuó ella, no volveré más a mi casa. Ni siquiera a recoger mis cosas. Me iré a casa de mi madre.
¡No, amor! ¡Eso no es necesario!, dijo él. Vivamos juntos en mi apartamento.
-¡No sé!, continuó Sandra. No quiero ponerte en una encrucijada. El elegir seguir tu vida como hasta ahora, sin ataduras o cargar con una mujer madura llena de grandes problemas.
-¡No te preocupes que esa es mi decisión! Le contestó Alberto. A partir de hoy tú y yo iniciamos una nueva vida: la nuestra, lejos del dolor y del miedo.
Sandra comenzó a llorar.
-¿Por qué lloras, amor? Le Preguntó él.
-Lloro porque sé que en ti he encontrado un camino, una ventana abierta hacia la libertad.




Nochebuena Inolvidable

Era una noche fría de Nochebuena ,  caía la nieve fuera, en la calle y sus copos blancos y relucientes iban resbalando por el cristal del ventanal del salón. A través de él se podía observar las estrellas en un cielo limpio a pesar de la serena nevada. Esta historia, mi historia , comienza en un ático de un adinerado barrio de Londres. Me encontraba en él durmiendo cuando de repente sonó mi móvil. Era el comisario Smith que me llamaba para avisarme  de que debía ir a investigar un asesinato que se había realizado en una gran mansión a las afueras de esta ciudad .Total, que me sacaron de la cama para que descubriera a un asesino. Me llamo Oliver Parson, tengo treinta y cinco años y soy policía experto en casos de asesinatos y homicidios. Esta noche me encuentro solo en mi ático en el que de vez en cuando duermo con algún rollo de turno porque si he de ser sincero, tengo un don especial para atraer al sexo femenino ya que según opinan algunas, no soy precisamente difícil de ver. Soy alto, de metro noventa, rubio, de ojos verdes y cuerpo musculado gracias a largas horas de gimnasio.
-Oliver, le habla el comisario Smith. Ha de dirigirse a  una mansión a las afueras de la ciudad , concretamente a el barrio de Bloomsbury porque allí se ha encontrado el cadáver de una niña de cinco años. Por favor, vaya y averigue todo lo que pueda porque a partir de este momento está usted en el caso.
-¡De acuerdo comisario, iré para allá lo antes posible!
            Me precipité tan rápido de la cama que sentí un ligero mareo que me dejó patinando durante unos segundos. Fui hacia el baño y me metí en la ducha dispuesto a espabilarme de una vez por todas. Tras haberme duchado, me tomé una gran taza de café cargado a ver si de esta manera conseguía resucitar. Bajé hasta el garaje y me percaté de que la luz del mismo no funcionaba. ¡Maldita sea! ¡Justo ahora que es de noche y no veo ni  torta! Como pude y gracias a un mechero blanco que tenía en el bolsillo de mi chaqueta de cuero conseguí llegar hasta mi coche: un BMW descapotable de color negro. Una vez que arranqué me dirigía hacia el lugar de los hechos.
            Cuando llegué a la gran mansión, un mayordomo de  mediana estatura, pelo casi blanco y cara gris me recibió.
-Buenas noches, soy el inspector Parson. Me han avisado sobre la muerte de una niña de unos cinco años.
-¡Sí, señor inspector! Imagínese, los señores están consternados.
-¿Los señores? Contesté.
-¡Sí!, los padres de la niña, los señores Windsord . ¡Pase caballero!
-¿Podría llevarme al escenario del crimen?
-¿Crimen? Preguntó el mayordomo con los ojos abiertos como platos.
- Según me han informado, la niña ha sido asesinada. ¿Es que acaso usted no lo sabía?
-¡Pobre niña! Tan pequeñita que es…
            Fue en este momento cuando pude observar que el sirviente parecía muy afectado al saber que la muerte de la niña no había sido por causas naturales.  Mas, por otra parte, me pareció que su actitud era demasiado exagerada ya que esta niña no era familiar suyo. No sé era una especie de sexto sentido que me decía que este hombre estaba fingiendo. El mayordomo cerró la puerta de una manera tan suave y lenta que parecía como si no quisiera despertar a nadie. Una vez que me introduje en la casa, lo que primero vi fue un enorme hall decorado con cuadros de famosos pintores como Van Gogh y Pablo Picasso. También me llamó la atención que en un rincón de este vestíbulo, justo casi al inicio de una gran escalera había una réplica del el David de Miguel Ángel pero mucho más pequeña. Me quedé observándolo por un instante y pensando cómo un hombre era capaz de hacer con sus manos esa maravilla de formas tan perfectas que más que un ser humano parecía un dios.
 Continuamos dirigiéndonos hacia el lugar de los hechos cuando de repente el mayordomo me introdujo en un gran salón con suelo de mármol blanco, al fondo había un gran balcón en el que pude ver una palmera muy bonita.  A la izquierda de la estancia había un sofá en forma de ele de color lila con cojines amarillos. Delante de éste, una mesa de cristal en la que había varios objetos de plata entre los que me llamó la atención un abrecartas. En un rincón cerca del sofá había un mueble bar de caoba y puertas transparentes. A través del cristal se podían ver las botellas de distintas bebidas alcohólicas debidamente ordenadas. Enfrente, había un mueble con una televisión de plasma muy grande y en lo alto  unas estanterías con numerosos libros. A la derecha del salón se encontraba el comedor, con una mesa de grandes dimensiones en la que había cubiertos para cuatro comensales. Curiosamente faltaba un vaso. Y eso fue algo que me dejó cavilando. En este comedor había una mesa auxiliar con ruedas en la que había bebidas y comida realmente exquisitas. Me llamó la atención una bandeja de plata llena de dulces navideños que parecían tan suculentos que por un instante me entraron unas ganas irrefrenables de zamparme uno de ellos o quizá dos… Cuando me giré casi me quedo helado al ver el cadáver de una niñita de cinco años tumbada boca abajo en el suelo sobre una alfombra amarilla. No había sangre por ningún sitio así que me acerqué a ella después de superar el impactante primer instante, y vi que la niña tenía los ojos abiertos con una cara de horror que me dejó el alma partida en mil pedazos. Llevo diez años ejerciendo esta profesión. Dedicado a los casos de homicidios y asesinatos y jamás me había sentido tan mal como en aquel momento. Es que cuando vez a un niño así no puedes entender el concepto de la muerte. Es algo incomprensible que te hiela el corazón. Es algo insuperable y que te marca para siempre. ¿Cómo puede haber alguien que quiera matar a un ser tan indefenso como es un niño? No lo entiendo ni lo comprenderé jamás.
-Quisiera hablar con sus padres, por favor. Me dirigí al mayordomo.
- Con su padre podrá hacerlo pero me temo que con la madre no porque se le ha tenido que sedar y en este momento está dormida.
-¡Bueno, pues le pido que avise a su padre!
-¡Enseguida, señor inspector!
            Mientras me quedé con la niña continué tratando de buscar alguna evidencia de su muerte. La giré, poniéndola boca arriba y no vi restos de sangre por ningún sitio. Tampoco observé síntoma alguno de forcejeo porque no presentaba contusiones algunas. Pero al mirarle la boca me percaté que tenía restos de un líquido algo amarillento que no sabía descifrar. Así que tomé muestras del mismo para llevarlo a analizar al laboratorio. Toqué parte de él con mi dedo índice y lo olí. ¡Era lejía! ¡Que horror!, esta niña había sido envenenada o quizá no, tal vez fuera un accidente y la menor fue quien se tomó este letal líquido por error. Al poco, entró en la habitación el señor Windsor: un hombre alto y robusto, de pelo rojizo y tez muy blanca (aunque supongo que el color de la misma se debía al tremendo disgusto que se había llevado con la muerte de su hija).
-Disculpe que lo moleste  señor Windsord, pero necesito saber lo que sucedió con su niña.
            El señor comenzó a sollozar y entrecortadamente sólo era capaz de decir : ¡He sido yo, he sido yo!
-Perdone caballero, pero, ¿me está diciendo que usted le dio a beber a su hija lejía? Porque no hay duda de que esa ha sido la causa de su muerte .
-¡Fue un accidente, yo no quería que mi hija bebiera ese vaso!
-¿Bebiera ese vaso? Pregunté cada vez más intrigado. Entonces para quién era, si usted mismo está diciendo que no era para ella ?
-¡Era para mí!
-¿Cómo, me está tratando de decir que usted se iba a tomar la lejía? ¿Es que acaso se ha vuelto loco?
-¡Sí me he vuelto loco por amor! Es que no tenía deseos de seguir viviendo porque ayer por la tarde descubrí a mi mujer haciendo el amor con mi mejor amigo y eso es algo que no podía soportar así que esta tarde, en un ataque de locura , cuando Williams, el mayordomo terminó de poner la mesa para la cena de esta noche, en un impulso casi diabólico me dirigí al cuarto de lavandería y cogí la botella de lejía. La traje hasta el comedor y llené parte del vaso.
-El vaso que falta en la mesa, ¿verdad? Continué yo.
-¡En efecto, señor inspector! Pero cuando lo iba a beber de repente oí un enorme estruendo en el piso de arriba y me asusté tanto porque pensé que mi mujer se había disparado con una pistola que guardo en mi mesa de noche porque esa misma mañana habíamos tenido una gran discusión en la que yo le dije que se marchara de casa y que se olvidara para siempre de nuestros hijos por adúltera.
-¿Nuestros hijos? Pregunté. Pensé que sólo tenían a esta niña.
- ¡Qué va! También tenemos a un niño de diez años al que hace un rato he enviado a casa de mi madre para mantenerlo alejado de todo esto. Aunque me temo que sea imposible que supere esto porque él fue quien se encontró a su hermana bebiéndose el vaso. Pero como el pobre mío no sabía que lo que su hermanita estaba bebiendo era lejía no sospechó nada raro y la dejó bebérselo todo. Así que cuando la desdichada criatura comenzó a gritar y a tocarse el cuello con cara de terror fue cuando mi hijo George se dio cuenta de que algo le pasaba a su hermana y los gritos también se le contagiaron. Como le estaba explicando anteriormente (continuaba narrándome el señor Windsord entre llantos de amargura y dolor) yo estaba en el piso de arriba tratando de averiguar si el enorme ruido que había oído se trataba de la pistola que quizá mi esposa hubiera cogido para quitarse la vida, pero no había terminado de entrar en la alcoba cuando escuché abajo los gritos de mis hijos que me pusieron los pelos de punta. Bajé como pude las escaleras y al entrar en el salón casi me muero al ver a mi hija tumbada en el suelo retorciéndose de dolor gritando que le quemaba mucho. Fue entonces cuando maldito de mí recordé el vaso de lejía que había dejado sobre la mesa del comedor. ¡Dios mío! ¡No me lo podía creer! ¿Qué había hecho? Corrí hacia ella y fue cuando la puse boca abajo tratando de hacerla vomitar pero ya era demasiado tarde. Mi niña dejó de respirar y se me murió entre mis brazos. ¡Soy un irresponsable! Quien tenía que haberse muerto era yo y no ella y menos con esa muerte tan espantosa.
-¿Y por qué no pensó en eso antes de cometer la estupidez de dejar un vaso con lejía en una mesa en la que se está a punto de cenar y más sabiendo que en esta casa hay niños?
-¡Lo sé señor inspector, me merezco que me encierren en la cárcel!  Haga usted lo que tenga que hacer y proceda.
- Esto es algo que deberá de decidir el juez. En sus manos está su futuro.
-¿Qué futuro? Señor inspector, yo no tengo mañana. Ya estoy muerto en vida…
            Algo dentro de mí se conmovió. Sentí una pena infinita por ese hombre ni yo ni nadie más podía darle peor castigo que el que tenía encima al saberse responsable de la muerte de su propia hija. Esa era la mayor condena que se le podía ofrecer a un padre. Así que con gran dolor le puse las esposas , le leí sus derechos y me lo llevé a comisaría a pesar de intuir que todo lo sucedido tenía pinta de ser un desgraciado accidente. Un triste desenlace para una familia que ya había comenzado a desintegrarse. ¡Qué lástima!
            Me quedé pensando sobre lo que podía haber sucedido con su mujer cuando el señor Windsor  había escuchado aquel enorme estruendo en el piso de arriba. Así que ni corto ni perezoso, estando en comisaría le pregunté a él qué había pasado con su mujer.
-¡Nada! Había sido uno de mis sirvientes que había disparado a un zorro que había entrado a  molestar a nuestras ovejas y pensé que el disparo venía de arriba pero se ve que yo estaba confundido. Es curioso, señor inspector, esta mañana era yo el que le quería quitar a mi esposa mis hijos y a estas alturas soy yo quien los ha perdido. Ese es el justo castigo que merezco por ser tan irresponsable. Para mí ya nada tiene sentido. Con mi acto egoísta y cobarde de querer quitarme la vida sólo he conseguido perder lo que más quería en este mundo: esas dos criaturitas que para nada se merecían este fatal desenlace. Jamás olvidaré la horrenda agonía que tuvo mi niña para morirse… La mejor sentencia será tener la valentía de seguir viviendo hasta el fin de mis días con la peor condena que un ser puede tener: saber que es culpable de la muerte de su hija y que no puede darle marcha atrás al tiempo. Entonces nunca hubiera ido al lavadero a buscar esa maldita botella de lejía…




















 

 

 

 




























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